Cada vez que lo veo, algo profundo dentro de mí se enciende. No tiene idea, pero está completamente a mi merced, y eso me excita más que cualquier otra cosa. Y lo mejor de todo… él ni siquiera sospecha lo fácil que es tenerlo en mis manos.
El cuarto, apenas iluminado por la luz tenue de la noche, está impregnado de una tensión palpable. El olor en el aire, ese perfume denso que nos rodea, es todo lo que importa ahora. La mezcla del sudor, el perfume mío, y ese olor tan característico… el olor a su sexo que empieza a invadir el ambiente con cada caricia. Ese aroma masculino y salvaje se mezcla con el mío, creando una atmósfera aún más cargada. Cada vez que me muevo, el aire se vuelve más espeso, más caliente. Y yo me dejo envolver por todo eso.
Mis tacones hacen un leve eco en el suelo de mármol, pero lo que realmente se escucha es el sonido de nuestros cuerpos moviéndose, de la piel rozando, de esos gemidos que nos salen involuntarios. El mío, el suyo. No hay nada más que eso. Él empieza a gemir bajo mi toque, y yo me muero por seguir provocándolo. Cada suspiro de su boca me alimenta, y a mí me encanta saber que está completamente atrapado por mí.
Me acerco despacio, con calma, disfrutando el momento, como si cada segundo fuera una eternidad. Lo miro, y puedo ver cómo se muere de ganas, cómo se pierde en mí. Mis dedos tocan su pecho, explorando su piel, y cada vez que lo hago, él suspira más fuerte. Cada gemido que escapa de su garganta me incita a seguir, a provocarlo más. Sabe que no va a poder resistirse.
“¿Vas a aguantar mucho más?”, le susurro al oído, con voz suave, casi como si le hablara en un secreto, pero lo digo con la intención de que lo escuche. Él no dice nada, pero su respiración lo delata. Está enloquecido, y yo disfruto viéndolo perderse.
Con cada caricia, cada roce de mi piel contra la suya, el aire se carga más. Él sigue gimiendo. Los gemidos empiezan a salir de su boca de forma más fuerte, más desgarrada. Esos gemidos se vuelven mi música. Y yo me vuelvo su canción, controlando cada nota, cada movimiento.
Lo que más me excita es escuchar cómo se va perdiendo en el placer. “No pares… más fuerte…” murmura, casi entre dientes, pero su voz está tan ronca, tan ahogada, que se me hace imposible detenerme. Lo hago mío, una y otra vez. Cada gemido que sale de su boca me confirma que estoy en control total.
Mi cuerpo sobre el suyo, mis caderas moviéndose lentamente, creando una presión que hace que sus gemidos crezcan más. Lo escucho, lo siento, cómo sus manos se aferran a mis caderas, y cómo me sigue el ritmo. El sudor empieza a cubrirnos, el aire se siente denso, pesado, cargado de deseo. El olor a sexo, a porro, empieza a llenar la habitación. Ese olor, su olor, mezclado con el mío, me hace perder la cabeza.
Finalmente, cuando ya no puede más, lo escucho. Un gemido largo, profundo, desgarrador. Su cuerpo se arquea y explota en una liberación tan intensa que su grito resuena en mis oídos. Y yo, yo sigo allí, observándolo, disfrutando el momento mientras el aire se llena de su esencia. Ese olor a semen, a sexo, a entrega total, se mezcla con el mío y queda impregnado en cada rincón del cuarto.
Los gemidos no mienten. Y él, ahora exhausto, respirando con dificultad, lo sabe. Ha sido mío, y mis gemidos, mis movimientos, lo han llevado a este clímax. Yo soy la dueña de este momento, y cada sonido que sale de su boca me lo confirma.