
El sonido de los tacones resonó fuerte sobre el suelo frío cuando ella entró.
— Quita todo del medio — dijo, sin siquiera mirarlo.
Él ya estaba preparado. Camisa abierta, de rodillas en el suelo. Pero hoy, May no quería delicadeza. Quería presencia. Quería provocar.
Con movimientos lentos y fríos, comenzó a recoger pequeños objetos de la mesa — el control remoto, un libro, una liga para el cabello — y los arrojó intencionalmente al suelo, cerca de él.
Ploc.
Tum.
Cada sonido hacía que su cuerpo se moviera con rapidez. Se agachaba, recogía, ofrecía. En silencio. Sumiso.
Y entonces dejó caer una copa.
Él fue a recogerla. De rodillas, con la cabeza baja, concentrado en el gesto.
Fue en ese momento que ella se acercó por detrás, levantó el vestido y se posicionó sobre él. Sin aviso. Sin permiso.
— Quédate ahí.
Y sin darle tiempo para responder, hundió su vagina en su cara.
Caliente. Mojado. Con hambre.
Se frotaba despacio, moviendo las caderas hacia arriba y hacia abajo contra su boca abierta, que jadeaba, gemía y temblaba. Sus dedos se clavaban en el suelo, no por resistencia — sino por placer. Por sentirse usado. Elegido. Enloquecido.
— Así. Ahí mismo — susurraba entre dientes apretados. — Sirves exactamente para esto. Para darme placer cuando yo quiera, donde yo quiera.
Ella lo montaba sin pudor. Se sentaba con peso, con intención. Apretaba su cabeza entre los muslos. Él gemía fuerte ahora. De deseo. De entrega. De adoración.
May acabó restregando su vagina sin piedad en su cara, moviendo las caderas con fuerza, sintiendo cada músculo de él vibrar de placer solo por estar allí — debajo de ella.
Luego salió con calma, ajustó el vestido y dijo, ya de espaldas:
— Ahora sí. Puedes seguir limpiando.
Y salió de la sala, dejándolo en el suelo, con la cara marcada y el corazón latiendo como un animal domesticado.
Pasaron horas. O quizás minutos. Él seguía de rodillas en medio de la sala, jadeando, desnudo. Ya había intentado mantener el control, pero hoy no podía más. El olor de ella aún estaba en su rostro. El sabor de su vagina pegado a su boca. Su pene dura latía entre sus piernas.
La Señora May caminaba por la sala con pasos lentos, dejando que el taconeo resonara en su mente como una orden.
Se detuvo frente a él y cruzó los brazos.
— ¿Quieres hablar?
Él levantó el rostro. Los ojos hambrientos.
— Yo… yo quiero…
— Habla bien — lo cortó, firme.
Él tragó saliva. El orgullo luchando contra el deseo — y perdiendo.
— Déjeme su vagina, Señora. Por favor. Déjeme probar. Déjeme servir. Frótese de nuevo… lo necesito. Se lo suplico.
Ella sonrió, satisfecha. No por vanidad, sino por control. Porque él se había entregado de verdad.
— Ah, ahora lo pides… lo suplicas — caminó lentamente a su alrededor, susurrando cerca de su oído. — ¿Y qué quieres hacer con mi vagina?
Él jadeaba.
— Quiero sentirlo en mi cara… déjeme respirarla, Señora… quiero que se frote en mí… hasta correrme solo por servirla.
Entonces se detuvo frente a él. Levantó el vestido. No llevaba ropa interior.
— Arrodíllate más. Abre bien esa boca.
Él obedeció, temblando de deseo.
May descendió sobre él despacio. Sin piedad. Sin pausa. Su vagina caliente encajó en su boca como una sentencia. Se movía con intensidad, presionando su rostro, sintiendo la lengua trabajar con hambre, con devoción.
— ¿Eso querías? — preguntaba, gimiendo. — Lo pediste. Lo suplicaste. Ahora aguanta.
Y él aguantaba. Se aferraba fuerte a sus muslos, ahogándose en placer. Gimiendo alto. Casi llorando de deseo.
Ella acabó frotándose con fuerza, las caderas descontroladas, los músculos tensos, la respiración entrecortada.
Bajó de su cara, lo miró a los ojos y dijo:
— Pediste mi vagina. Y yo te lo di.
— Gracias, Señora — respondió él, con la voz quebrada, el rostro sudado y el alma entregada.
Ella pasó la mano por su cabello con ternura, dominadora incluso en el toque suave.
— Ahora, vuelve al suelo. Y espera la próxima orden.
Y él volvió. Porque ese era su lugar.
En el suelo.
A sus pies.
Debajo de ella.
Siempre de ella.
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